19 de diciembre de 2024
Un gato suelto en un cañaveral en llamas
Capítulo dos de una larga charla con Pedro Suárez, nacido en Cuba, residente en Reno, Nevada.
En la nota anterior de Historias Americanas conocimos a Pedro Suárez, un cubano nacido en “el Oriente” -el Este de la isla- y que, en 1959, a los cinco años de edad, vio cómo su abuelo y su tío eran asesinados a sangre fría por una patrulla del llamado M-26, los guerrilleros liderados por los hermanos Fidel y Raúl Castro, quienes habían depuesto al presidente Fulgencio Batista.
Pedro le aseguró a este periodista que el encargado de efectuar los disparos que acabaron con la vida de su abuelo y su tío fue Raúl Castro -todavía vigente en el gobierno de Cuba- y que a partir de ese día, su familia sufrió todo tipo de vejámenes y persecuciones por parte del régimen castrista.
A los siete años pudo confirmar en persona la identidad del hombre al que vio dispararle a su abuelo. Fue al asistir con su padre a un desfile donde, en el palco oficial, estaba la plana mayor de la Revolución y, parado al lado de su hermano Fidel, Raúl, el ejecutor de los disparos mortales.
Ya entrando en la adolescencia, Pedro siguió odiando a esos hombres que irrumpieron en la finca de su abuelo, lo asesinaron y se quedaron con las propiedades de la familia.
“Me volví un rebelde. Odiaba todo lo que tenía que ver con esa revolución. Odiaba el uniforme verde-olivo. Odiaba a los Castro y a toda esa gente”, relató amargamente a este reportero en su apartamento de la ciudad de Reno, Nevada.
Al pasar de los años, el niño que era pura rabia se volvió un adolescente con la rabia organizada, una especie de anarquista solitario, un opositor sin partido.
“Hacía muchas ‘travesuras’ que, yo pensaba, le provocarían algún daño al gobierno, pero después comprendí que no era así, pero a mí me hacía bien pensar eso”, confesó.
Pero esas travesuras evidenciaban la inteligencia y creatividad de un chico que con los años, ya convertido en un hombre, sabría sobrevivir con astucia y mucha suerte en otros lugares del mundo y en distintas circunstancias.
Como los gatos que tienen siete vidas, la historia de Pedro Suárez sería una larga colección de episodios que parecen arrancar mal y que milagrosamente terminan bien.
Gato encerrado
“Yo era tan rebelde que cuando tenía 16 años caí preso y me condenaron a cinco años de cárcel por oponerme al gobierno de Fidel. Estuve en varias prisiones como Holguín, Mayarí y Boniato”, recordó.
El panorama no podía ser peor para el joven Pedro. La vida en una cárcel cubana era un compendio de torturas, malos tratos y las peores condiciones que un ser humano puede soportar. Allí no se trataba ya de vivir sino de sobrevivir y Pedro lo sabía perfectamente.
Pero un gato tiene siete vidas y las cosas para este muchacho cambiarían radicalmente en una de estas prisiones cuando uno de sus jefes máximos lo reconoció.
Pedro era amigo de unos conocidos del jefe de la cárcel que a su vez eran Testigos de Jehová. Cuando el oficial lo vio, creyó erróneamente que Pedro pertenecía también a esa secta religiosa y lo trasladó de inmediato al pabellón donde estaban los religiosos, que, al parecer contaba con condiciones de alojamiento más benignas.
Como tantas otras veces en que su vida estaría en juego, Pedro se adaptó inmediatamente a la nueva realidad y “abrazó” el camino de Dios, al menos por el tiempo que duraría su estancia en el sistema carcelario cubano.
El gato encerrado volvía a caer parado.
Mariel
Es el nombre de una mujer pero también de un puerto. Mariel Hemingway, nieta del gran escritor Ernest Hemingway, un conspicuo huésped de la isla, lleva ese nombre en memoria del embarcadero cubano.
El puerto de Mariel, con el municipio y la localidad del mismo nombre, se encuentra a unos 40 kilómetros al oeste de La Habana, en la provincia de Artemisa, y el sitio cobró notoriedad en los 80s cuando unos 130 mil cubanos abandonaron la isla en cientos de barcos, yates, botes a motor, barcazas y chalupas, con rumbo a los Estados Unidos. Fue la mayor migración de cubanos hacia Miami de la que se tenga memoria.
Hacía varios años que Pedro había salido en libertad y regresado la vida civil aunque en forma condicional.
“Yo había salido en noviembre de 1979 pero me habían alertado que pesaba sobre mí la condición de ‘peligrosidad’ lo que quería decir que, en cualquier momento y por cualquier motivo, me podían volver a encerrar y esta vez sería para siempre”.
“La condición de ‘peligrosidad’ era una espada sobre mi cabeza y yo sentía que no quería seguir viviendo con el miedo a volver a la cárcel así que empecé a planear mi salida del país”, señaló.
En esos años Cuba había sido sacudida por conflictos sociales provocados por una crisis económica sumada a la represión política del régimen. La isla caribeña dependía todavía de la otrora Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas –hoy Federación Rusa a secas- y, especialmente, de los exorbitantes precios subsidiados que los rusos le pagaban a los cubanos por cada tonelada de azúcar.
Al mismo tiempo que Pedro hacía sus planes para dejar atrás la isla, se estaba produciendo la evacuación masiva de millares de cubanos desde el puerto de Mariel, autorizados por el gobierno de la Revolución.
La medida había sido tomada por Fidel Castro luego de que 10 mil cubanos pidieran asilo político en la embajada del Perú y la situación social se tornara insostenible.
Pedro no tardó mucho en darse cuenta de que en el puerto de Mariel estaba su puerta de salida de Cuba. Solo era cuestión de abordar algunas de las embarcaciones que a ese puerto llegaban y partían cada día.
“Salí con mi hermano y con el apoyo de mi abuela que, cuando nací, me bautizó bajo la bendición de ‘El Señor de los Siete Milagros’ que está siempre conmigo”, dijo a este reportero señalando una estatua de un sincrético Cristo con toques afrocubanos, emplazada en un doméstico altar en el living de su apartamento norteamericano.
Siete milagros o siete vidas del gato, la cosa es que el 8 de febrero de 1980, Pedro Suárez, el niño de cinco años que dijo haber visto a Raúl Castro asesinar a su abuelo de un tiro en la cabeza, el adolescente rebelde que odiaba todo lo que representaba la Revolución cubana y actuaba en consecuencia y el joven que pasó cinco años en distintas prisiones camuflado como un Testigo de Jehová, estaba ahora abordando un barco con destino, nada más y nada menos, que a los Estados Unidos de América, el hogar de Satán para la nomenclatura comunista cubana.
Cuando los “marielitos” -tal el mote que recibieron los migrantes- salieron de Cuba, Fidel Castro aprovechó para engordar las bodegas y sentinas de las embarcaciones con deficientes mentales y convictos delincuentes a modo de “presente griego” para el presidente estadounidense Jimmy Carter.
“Fidel dijo que éramos la escoria de Cuba, bueno, para ganar nuestra libertad tuvimos que ser ‘la escoria’, pero al final fuimos una escoria libre”.
Miami no era como pensábamos
A Pedro no le gustó Miami. No le gustaron los cubanos que allí vivían en los 80s, no dijo las razones pero sintió que sería mucho más feliz en una ciudad más diversa y multicultural como Nueva York, donde tenía parientes con quienes vivir. Y hacia allí se trasladó sin dudarlo un instante.
“Me gustaba la diversidad de Nueva York, con inmigrantes de todos los países. En 1980, en Miami había mayormente cubanos y algunos de otros países caribeños, pero en Nueva York había argentinos, dominicanos, rusos, europeos de todos los países y asiáticos y eso me gustaba”.
Su primera parada, previo paso por una fugaz temporada indeseada en New Jersey, fue el Bronx, el mítico distrito hogar del Yankee Stadium, el campo de juego del equipo de béisbol de los Yankees de Nueva York y las pandillas mitológicas del cine de los 50s. Un territorio pesado para un cubano que venía preparado para lidiar con cualquier contingencia que se le presente.
“En cierto modo me crié en el Bronx. Allí vivía un pariente mío que tenía un negocio de sandwiches donde empecé a trabajar y donde tuve mi primer contacto con las famosas pandillas”.
“Diariamente venían al negocio los integrantes de todas las pandillas del barrio, camperas de cuero negro y botitas de tacos a lo Elvis. Ellos venían principalmente a ‘hacer sombra’ sin ordenar nada”.
¿Qué era “hacer sombra”…? Preguntó este periodista ignorante de tantas cosas.
“Se quedaban sentados durante horas sin ordenar nada de comer. Eso lo terminé rápidamente reduciendo a solo 10 minutos la presencia en el local”.
Y cómo reaccionaron? Me imagino que son gente susceptible.
“Cuando uno está decidido y tiene carácter, ellos lo respetan y aceptan las reglas”.
Y del Bronx Pedro pasó a Queens, el distrito multicultural y multiétnico de Nueva York donde vivió algunos años antes de recalar en Reno, Nevada, donde hoy vive con su hija.
Finalmente, el Señor de los Siete Milagros o el gato de las siete vidas encontró su lugar donde descansar. Un hogar donde recorder historias como esta:
A los 14 años, Pedro era un alumno más en una escuela cubana. Cada día caminaba de su casa al establecimiento educativo y pasaba, también cada día, por las que habían sido las tierras de su abuelo, expropiadas por la Revolución.
Una de esas parcelas de tierra, antes llenas de arboles frutales multicolores de sonoros nombres como piña, guayaba, anón, mamey, papaya o plátano, había sido convertida en un monótono cañaveral, el altar del patriótico monocultivo del azúcar. A decir verdad, toda Cuba se había convertido en un cañaveral.
Cada día, Pedro pasaba por ahí resoplando su rabia y tramando alguna de sus originales venganzas. Hasta que un día apareció la idea.
Lo primero que hizo fue conseguir un gato. Sus siete vidas lo hacían el soldado ideal para esta operación comando.
“Conseguí una soga que no se quemaba y se la até fuertemente al gato. Al final de la soga até una lata grande de frijoles vacía que rellené con trapos”.
“A la lata de frijoles con los trapos la llené de petróleo, que tarda en apagarse”.
Y, mirando a los ojos a este periodista dijo, sin remordimiento alguno y con mucho de orgullo vindicativo:
“…entonces…la encendí…”
“Al encenderse la lata, el gato salió disparado como un cohete”, exclamó Pedro a las carcajadas.
¿Hacia dónde?, preguntó ansioso este periodista.
“…hacia el cañaveral!!!…”, respondió el hombre sin parar de reír.
En cuestión de minutos el cañaveral era la imagen misma del infierno: las llamas alcanzaban varios metros de altura mientras se reproducían al mismo ritmo del gato que corría, zigzagueaba, cortaba caminos y gambeteaba las llamaradas que surgían de la lata de frijoles, una perfecta bomba incendiaria.
Todo esto con el cañaveral consumiéndose en el fuego mientras, a muchos metros de allí, Pedro observaba su piromaníaca obra oculto entre unos matorrales.
Cuando los bomberos llegaron, se encontraron con un escenario dantesco: el otrora cañaveral, orgullo de la Revolución azucarera, era ahora un vasto potrero de cañas carbonizadas y ceniza flotando en el aire.
El único testigo era el gato, con la soga atada al cuerpo y la lata de frijoles vacía, maullando y lamiéndose la pelambre cubierta de ceniza y con un par de vidas menos.
La historia de Pedro Suárez nunca termina. Es la historia de un sobreviviente que escapó de los más difíciles desafíos y al final prevaleció para contar su azarosa vida con inocultable orgullo.
El hombre de muchas vidas que sobrevivió a varios infiernos…como un gato suelto en un cañaveral en llamas.
FUENTE: Mejor Informado
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